lunes, 15 de junio de 2009

¿Qué es la tortuga celeste? Te invitamos a descubrirlo...

Mis problemas con la tortuga
08 de octubre de 2005

¿Qué hacen ustedes el domingo por la noche? Normalmente, yo lo paso terminando o intentando terminar un nuevo Comunicado de la Tortuga Celeste. Ya no sé cuántos comunicados llevo publicados, pero puedo asegurarles que he escrito muchos más de los que han visto la luz. Pero ¿quién, o qué es la tortuga celeste?
Comencemos por el título de la columna. En realidad, es la combinación de dos líneas del gran poeta, ensayista y novelista cubano José Lezama Lima: un título, «Comunicados del ciclón» y unos versos de «El pabellón del vacío»: «Araño en la pared con la uña, / la cal va cayendo / como si fuera un pedazo de la concha / de la tortuga celeste...»
En ABC esta columna es conocida como «la tortuga», y cuando hablo con Antonio Fontana o con Carmen Rodríguez Santos, me dicen por ejemplo: «esta semana nos mandas una tortuga, ¿verdad?» En algunas ocasiones, he llegado a pensar que la tortuga celeste era yo. No es un mal animal con el que identificarse, la tortuga. Hace unos cuantos años, una alumna tailandesa me regaló una figurita que representaba a un búfalo de agua y me explicó que yo era un búfalo de agua. Y después de pensarlo un poco, me di cuenta de que tenía razón. Un animal de tesón y resistencia, (¿qué otra cosa puede ser un novelista?), un animal lento pero imparable. Más tarde conocí a los búfalos de agua en la India, y descubrí un lado de ellos que desconocía: su hedonismo, su atracción paradisíaca por los frescos estanques de nenúfares, en los que permanecen hundidos durante horas. Pero si soy un búfalo, entonces no puedo ser una tortuga.
No, claro que la tortuga celeste no soy yo. Yo soy sólo el encargado de transmitir lo que me comunica. Son míos los malos humores, los apenas indisimulados esfuerzos por parecer culto o interesante, la sentimentalidad. Bien pensado, no estoy seguro de si de ella queda algo. A lo mejor en algún comunicado... No lo sé.
La tortuga sonríe siempre. Incluso cuando habla de cosas terribles, siempre sonríe. La tortuga tiene un mensaje importante que quiere transmitir, pero no sabe cómo hacerlo. Lo suyo no son las palabras. Este es el mensaje: «tus amigos, los normalnik (ella llama así en broma a los seres humanos, los normalnik, porque le parece muy gracioso que siempre defendamos como ?normal? la vida absurda y delirante que llevamos, las cosas absurdas y delirantes en que creemos y las actividades absurdas y delirantes en que perdemos la mayor parte del tiempo), tus amigos», pues, me dice, «siguen empeñados en negar que existe algo más allá de la mente, otro yo más allá de la mente, que es el amigo que espera en la casita de bambú de mitad del camino...».
El «amigo que espera» es un personaje importante para la tortuga. La casita de bambú está a mitad de camino en la ascensión a la Montaña del Alma.
«Tienes que hacer que se den cuenta de que están completamente identificados con la mente, y de que la mente no es el yo. Tienes que hacerles ver que la mente es una máquina, una máquina que genera pensamientos, opiniones y estados de ánimo de forma automática. Tienes que hacerles ver que nadie piensa lo que quiere, ni siente lo que quiere, ni hace lo que quiere, y que en realidad nadie quiere, ni siente, ni hace nada en absoluto, porque todos están identificados con su pequeña máquina...».
Intento hacerle ver los problemas que conlleva intentar transmitir un mensaje tan difícil de aceptar, la necesidad de buscar formas indirectas para hacerlo. A veces me quejo de lo ardua e ingrata que es la tarea que me ha impuesto. «Me dicen que eso son ideas orientales», le digo desanimado. «No pueden ser tan tontos», me dice ella. «¿Consideran acaso que la teoría de la relatividad general es suiza porque Einstein la formuló en Ginebra? ¿La existencia de los microbios la consideran una idea holandesa, quizá? ¡Son hechos objetivos, empíricamente verificables!»
Me cuesta convencerle. A veces pienso que ha empezado a perder la fe en mí. ¿Qué sucedería si dejara de hablarme? ¿Dejaría yo de escribir esta columna? ¿O seguiría haciéndolo a pesar de todo, esperando que nadie notara la diferencia?

Andrés Ibáñez